PAISAJES

“Fue labrando una valio­sa serie de paisajes de Casti­lla y Vasconia, que yo he consi­dera­do lo más importante y exquisi­to de su tierra vasca; paisajes de profun­dos azules y verdes transpa­ren­tes, sus colores predi­lectos, hasta el final de su vida, de tan amorosa materia tan llena de voluptuosidad, los paisajes de Guethary y Henda­ya.”

Daniel Vázquez Díaz

 

En los inicios de su trayectoria pictórica, Echevarria se acercó a las tierras burgalesas de Pam­pliega en 1909, en donde quiso plasmar la sensación de intemporalidad que desprendía este vetusto pueblo castellano encumbrado en la ladera de la montaña,  a cuyo pie rodeado de una extensa naturaleza,  unas caba­lleri­zas descansaban y bebían apaciblemente en un riachue­lo, en su “Caballerizas al anochecer, Pampliega”. (fig.1) Una imagen acorde con cierta visión noventaiochista de Castilla, que emanaba cierta nostalgia en medio de un sobrio colorido, de la cual el propio artista nos dejaba su propia descripción:

Es el anoche­cer, un pueblo en anfiteatro de casa viejas y ruino­sas. Arriba se destaca sobre la gradería que forman aquellas la torre cuadra­da y maciza de la iglesia con aire de fortale­za, y detrás el monte de un verde parduz­co, al que el pueblo como temiendo dejarse sor­prender, está adosa­do. Allí abajo, en primer térmi­no, un puente y un riachuelo, en el que beben unas caballeri­zas más o menos apocalípticas“.

Cuando en plena madurez, a principios de los años veinte,  volvió de nuevo al pueblo de Pam­pliega,  entonces pintaba una vista panorámica completamente distinta , tomando en primer término un reducido grupo de viejas casas ruinosas de pueblo, desde donde se podía vislumbrar el árido y luminoso campo castellano. Algunas composiciones ” Vista de la Colada de Carreolmillos, Pampliega”(fig.10 ), en las que venía a predominar un conjunto de tejados de casas del pueblo en azules, morados o violetas, desde donde llegaría a  combinar un sinnúmero de campas entremezcladas en un espléndido  acorde de leves manchas de colores verdes, ocres  y naranjas, que por su espléndida armonía fueron denominados “paisajes musicales”.

Desde sus comienzos, quiso compaginar estos parajes castellanos con otros de distintos puntos de la España húmeda y norteña. A lo largo de toda su vida, sus periódicas visitas al  pueblo costero de Ondárroa, le convirtieron en el lugar más reiterado por sus pinceles. Y, en concreto, el  puente viejo de Ondárroa, un puente de piedra construido en el S.XIV, bajo cuyo arco superior central en forma de ojiva, nave­gaban de continuo lanchas pes­queras y barcos de vapor, al cual llegó a  representar  en más de una docena de lienzos.

Ciertamente, se interesó en pintar una serie de cuadros bajo dos ángulos distintos del puente. En  primer lugar,  la imagen panorámica era tomada desde un punto de vista lateral del puente, quedando remarcada su pedregosa textura junto a los vapores y lanchas de pesca, cuando los hombres volvían de la jornada ,  ayudados por un grupo de aldeanos y aldeanas que se arremolinaban en el muelle para sacar todas las cestas de la pesca. (fig.3 ) Pocos años después , dentro de una similar composición pintaba el “Puente viejo de Ondárroa”,  (fig.7) donde sobre la sólida estructura del puente se dejaba caer  unas redes colgando, pero en el  que ya no había ninguna presencia humana,  apenas unas lanchas sobre el rio, trabajado con una paleta un tanto más luminosa a base de tonalidades amarillas, verdes y violetas.

Por otra parte, estuvo interesado en representar otra  vista panorámica  tomada desde el otro lado del puente, en cuyo primer término situaba de manera frontal a las chalupas boniteras que descansaban sobre el río. En sus primeras  composiciones del “Chalupas boniteras frente al Puente viejo de Ondarroa” (fig. 9) trató de   acentuar  la verticalidad de los mástiles desnudos en los barcos, dispuestos en hilera  delante del puente . Mientras que,  a partir de los años veinte ,  la presencia de las extensas velas abiertas en los barcos,  equilibraba el sentido vertical de los afilados mástiles de las embarcaciones. Sin duda, en  sus últimas representaciones del “Chalupas boniteras frente al Puente viejo de Ondarroa” (fig. 16) se percibía una creciente tendencia hacia abocetamiento  con una progresiva simplificación en la compo­sición. De tal manera que sus cromatismos cada vez más luminosos estaban trabajados con escasa materia,  manteniendo la vibración del color.

Durante su corta estancia en Granada  llevó a cabo distintos paisajes de la ciudad granadina, algunos tomados desde el propio Albai­cín. En su óleo abocetado de  “Granada desde el Albaicín” , ( 1915) ( fig.4 )  pintó en distintos planos las casas agrupadas sobre sus campos mediante una luminosa gama de tonalidades azules y verdes. Así tampoco, se olvidó de plasmar la  singular arquitectura de las torres de la Alhambra, en concreto,  deteniéndose  ante la panorámica de la maciza torre dentada rodeada de vegetación o el interior del  bello “Patio de la Lindaraja”.  (fig. 5 )

A través de los paisajes andaluces  alcanzó en su paleta un intenso cromatismo contrapuesto al que llevó a cabo al año siguiente en los campos abulenses de Castilla. A  su llegada a las tierras de Avila,  el ambiente de recogimiento, de serenidad y nostal­gia que desprendía esta tierra castellana, le llevó a buscar otro tipo de cromatismos dentro de distintas gamas grises y azuladas. En su serie de paisajes de “Avila” (1917) ( fig.6 ) se propuso captar algunas vistas panorámicas de la ciudad amurallada, tomando una visión de la ciudad a extramuros, trazando la centenaria fortaleza que había rodeado a toda la población abulense. Con la presencia en primer término de la pequeña ermita de San Segundo, símbolo quizá de una religiosidad ligada a la historia de la ciudad, en medio de un campo yermo y desolador.

En la década de los años veinte predominaron en su pintura distintos parajes rurales y otros urbanos del  País Vasco. En Bilbao se detuvo ante una vista panorámica del emblemático “Puente del Arenal de Bilbao” ( fig.8 ) que unía el nuevo Ensanche con  el Casco Viejo. Una imagen de la emergente ciudad industrial  en medio de un  laborioso, activo, inquieto trasiego de gente cruzando el puente, con la iglesia de San Nicolás al  fondo entre los árboles desnudos del Arenal . En la costa cantábrica, “Pasajes de San Juan”  denotaba  la vida laboral en la industria vasca, situando al pueblo bajo  la ladera de la montaña al otro lado de la ría . (fig.13)

Sin embargo, lejos de la visión laboriosa del País Vasco,  otro de sus lugares de veraneo más frecuentados fue en la finca  de su cuñado Rafael Pica­vea en  Oyarzun. En distintas ocasiones, desde la ventana de su cuarto llevó al lienzo distintas panorámicas de su exuberante  jardín.  En algunos de estos paisajes de “Jardín de la finca de Oyarzun” (1921) ( fig. 11) sobresalía un espléndido sauce llorón  entre una variedad de árboles dise­mi­nados alrededor de un estan­que,  trabajados dentro de una amplia gama de tonalidades verdes, rosas o amarillas, con la iglesia del pueblo al fondo.

Durante sus últimos años, aprovecharía su estancia en Oyarzún para  visitar a su amigo el escritor Unamuno desterrado en “Hendaya “(fig.15 ) y de paso  pintar algunas vistas de la campiña vasco–francesa, en donde sorprendía cierto inge­nuismo y un cuidadoso detallismo en la descripción de las casas, los tenderetes de ropa, las huer­tas y los árboles .  Al igual que sucedía en el  pueblo  de ” Guetary” (fig.14 ), en donde dejaba perfilada las sencillas casas de campo con la ropa tendida en los balcones (1929) junto a sus tierras llenas de maizales.

En algunos de sus últimos paisajes llevados a cabo desde su casa madrileña, dejaba semiabocetadas algunas tomas  urbanas de la “Plaza de Caste­lar de Madrid”  (fig.18 ) o bien del “Paseo de la Caste­llana”.  La acentuada simplificación de la composición, el mero perfilado de las formas, la sencillez del colorido luminoso, el ingenuismo en la concepción de la obra de arte, todo ello le concedía un aire postfauvista a su pintura de paisaje, cada vez ejecutado en una línea más delicada. En estos paisajes otoñales del Paseo de la Castellana madrileño recurría a menudo a una variedad de árboles completamente desnudos, al lado de otros de hoja amarilla y otros de hoja verde.

En definitiva , en muchos de sus últimos paisajes ejecutados a finales de  los años veinte se percibía cada vez más el lirismo en su obra, siempre atendiendo a un suave colo­rido en tonos fríos y cáli­dos que conseguía entremezclarse de manera sensible y cadenciosa. El colorido en su obra era cada vez más matizado, porque quizá su instinto musical le había llevado a una elaboración cada vez más depurada de las tonalidades.

Galería de Paisajes

Pampliega- c1910- 89x116 cm- o/l- col. Iberdrola